Por Esther Cantero. (Dpto. de Filosofía)
La alegría fue grande cuando vi a dos alumnos de 1º de bachillerato –los únicos y de mi pueblo (el Casar)- en el autobús que nos llevaba hasta Piornal. Teníamos ganas de pensar juntos y la ocasión se nos presentaba a la mano. La subida a la Cascada del Caozo-Piornal la hicimos ágilmente, a pesar de los 100 metros de desnivel en menos de 1 kilómetro; por lo que nos fue imposible dialogar de lo que queríamos, apenas unas frases sueltas y parar para respirar.
Nos quedamos mudos viendo la cascada desde arriba. Le tocaba hablar a la naturaleza y, como pasmados, la escuchamos. Tuvimos que bajar deprisa porque el grupo no podía separarse y bajando sólo pudimos preguntarnos cual sería el otro camino de subida. Nuestra pregunta se resolvió cuando bajamos, teníamos que volver a subir por el mismo camino. El diálogo, por tanto, parecía no tener espacio en esos momentos. Me perdí de mis alumnos y por tanto de la escuela peripatética que quería montar, y en los 300 metros de desnivel restantes cargué con la mochila de una alumna de 1º que se mareaba. Dialogué con la naturaleza, con el esfuerzo, con las ganas de llegar, con el espacio abierto, con los cerezos en flor, con mi tierra y con la niña mareada.
La Escuela Peripatética se convirtió en Ágora cuando llegamos a Piornal ¡qué bien se dialoga alrededor de una buena mesa y rodeada de buena gente!
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